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La voz de Gala Montes reabre emociones que creíamos dormidas... con "Mujer contra mujer"


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No sé cómo explicarlo del todo, pero esta nueva versión de "Mujer contra Mujer"

me atravesó. Me movió en un lugar que casi nunca se toca, ese espacio donde las emociones llegan sin anunciarse y te obligan a parar, a escuchar, a sentir. Desde la primera nota sentí que algo se abría, como si la canción respirara por mí. Es una versión que posee una fuerza melancólica, un espíritu que arde lento y unos acordes tan emocionales que encienden una llama interna, casi un Big Bang silencioso que sacude el alma hasta hacernos comprender que, incluso en la soledad, hay verdades que también se comparten. Lo pienso y entiendo por qué;


Esta canción nació hace décadas, cuando Nacho Cano decidió escribir sobre un amor que el mundo prefería no mirar. La concibió desde la ternura, sin morbo, sin miedo, como un gesto de valentía suave: mostrar que el amor entre dos mujeres es tan humano, tan digno y tan real como cualquier otro. Su nacimiento fue casi un acto revolucionario envuelto en delicadeza. Un susurro que, sin gritar, cambió algo. Y ahora, tantos años después, la canción renace en la voz de Gala, y es justamente ella quien la empuja hacia una nueva generación. Es como si Gala poseyera la llave de la caja de Pandora que Mecano cerró hace mucho tiempo… Que Nacho Cano —después de tanto tiempo sin producir a nadie más— haya elegido su voz no es casualidad: es una forma de reconocer algo que solo se reconoce cuando se siente de verdad.


Gala tiene esa luz particular que no se impone, sino que se revela; una sensibilidad que toca sin pedir permiso. Posee ese tipo de talento que no se anuncia, sino que vibra. Y esa vibra fue suficiente para que él volviera a abrir un espacio que había mantenido cerrado durante años, para que invitara su voz a cruzar un umbral que muy pocos han cruzado, para que le abriera incluso las puertas de Ibiza Paradise y decidiera trabajar más de cerca con ella, como quien reconoce un alma musical que vale la pena acompañar.


Su interpretación en esta versión no es solo una ejecución vocal: es un acto de presencia. Se trata de una voz joven pero que, en efecto, pareciera que ha vivido muchas vidas y que sin pretenderlo, carga con la necesidad de traer la canción al presente, por los tiempos que hoy vivimos. Hay algo en su forma de cantar —firme, luminosa, profundamente humana— que abre la puerta que durante años estuvo apenas entornada. Su voz atraviesa como un rayo, no para herir, sino para iluminar. Y con esa claridad renueva el mensaje que alguna vez fue tabú y que hoy puede sentirse por fin como lo que siempre debió ser: un himno del amor sin privaciones, sin limitaciones, sin permisos ajenos. Su manera de cantar no solo revive la canción: la reivindica, la expande, la completa.


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Las guitarras, el violín, las cuerdas… ay, las cuerdas… La vibración hace temblar desde adentro. No suenan como acompañamiento; suenan como un pulso emocional que alcanza directamente y mueve el sitio más profundo de las entrañas. Es como si cada cuerda cargara una verdad antigua, sostenida durante años, y ahora la soltara sobre nosotros con una honestidad luminosa. Un roce cálido en el pecho, una herida dulce que no duele, pero despierta.

Y entonces aparece la percusión… suave, contenida, casi tímida. No entra para dominar, entra para latir. Parece el pulso de un corazón joven que todavía no sabe si avanzar o esconderse, ese ritmo que nace cuando alguien aprende a amar con miedo, pero aun así avanza. Cada golpe es una respiración profunda, un paso delicado hacia una verdad que intimida pero llama. Es una percusión que no pretende levantar la canción: la acompaña como quien toma de la mano a alguien que duda, pero igual da el paso. Marca el ritmo de un descubrimiento emocional, ese temblor hermoso que solo existe cuando la juventud siente por primera vez que amar también es arriesgar.


La producción moderna le da un nuevo cuerpo, más nítido, más firme, como si la canción dijera: “aquí sigo, más viva que nunca”. Y lo hace sin estridencias; se sostiene en una fuerza tranquila que no necesita imponerse, porque su verdad basta. Y esa verdad cobra aún más resonancia porque es él —Nacho Cano— quien vuelve a tocarla, acomodarla, afinarla, acompañarla. Su maestría aparece en cada detalle: en la forma en que sostiene el pulso emocional, en cómo deja respirar la voz, en cómo levanta el mensaje sin robarle protagonismo. Como si estuviera entregando su propia historia a nuevas manos para que siguiera latiendo.

Y los coros… esos coros suenan como un abrazo múltiple. No irrumpen; sostienen. Siento en ellos algo angelical, como voces que se unen para que la verdad no tiemble sola. Es un acompañamiento que no solo decora: envuelve, sostiene, levanta. Como si varias almas dijeran al mismo tiempo: “estamos contigo”. Y entonces lo comprendo: no estoy escuchando solo una canción.


Estoy presenciando un encuentro improbable pero necesario: un compositor que vuelve a abrir la puerta después de años, una artista joven que canta con una sensibilidad inesperada, y una canción que recupera el lugar que siempre mereció. Es un renacimiento espiritual, musical y humano. Un recordatorio suave pero firme de que el amor merece ser cantado sin miedo. Que amar nunca debería ser un acto clandestino.

Y uno termina así: con el corazón un poquito más despierto, con el alma un poco más abierta y con una certeza luminosa que invita, sin empujar, a reproducir la canción otra vez. Porque esta versión no solo se escucha: se siente. Se queda. Y transforma.


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